SEDA CRUDA (fragmento) Marta Ronga
El
pozo es un sótano alargado, con unos tragaluces que por dentro quedan bajo el techo y de afuera se ven, anodinos, sobre el
piso. Por ahí entraba una luz que esclarecía la penumbra y la hacía menos gris por la mañana. Aunque miraban hacia la callecita
interior de Jefatura, para mi eran el marco por el que entraba la vida. De allí venían las voces, los olores, en la espera
para la visita, alguna risa y los colores de aquella agonizante primavera. Alguna hoja desafiándolo todo se animaba a arrimarse
contra la reja. Y el viento pronunciando la lluvia renovaba un poco el aire de aquel encierro. No alcanzaba sin embargo a
penetrar profundo y por eso, en algunos días de humedad agobiante, me ponía de frente y mirando fijo respiraba hondo desde
la cucheta alta intentando apaciguar aquel ahogo. También venían de las ventanas los gases de los motores de los vehículos
que estacionaban. A veces lo ocupaban todo y entonces, a duras penas, algún rayito, logrando superar aquellas moles, nos daba
testimonio de que todavía era de día. Y las noches, las noches!, cuando aquel trajinar se apaciguaba y nos regalaba el
placer de alguna estrella, era para los sueños una alfombra mágica donde volar al encuentro de los nuestros. Y en ese frescor
llegaban como en un abrazo largo, los legítimos afectos, los que tenía de antes, aquellos que acarician por dentro. Pero,
ah!, había otras que nos sumergían en el silencio: cuando interrogaban en Robos y Hurtos y aquellos inolvidables gritos nos
punzaban como estiletes del aire.
Unos extrañós dolores anunciaron el trabajo de parto: así lo confirmaron las que
ya eran madres. Y en ese gran jaleo que fue pedir que me trasladen, ordenar el ajuar, buscar con qué contener mientras tanto
la hemorragia, las despedí con un beso y una risa nerviosa y emocionada. Era tan enorme mi alegría, aunque bastante anticipado,
iba a nacer el niño! Tengo la imagen de una habitación pequeña y blanca, hiriente de tan luminosa. Por la puerta entreabierta
ví la guardia y me levanté con esfuerzo para ir al baño. Colgando de la piecera estaba la historia clínica y la leí curiosa.
A modo de título decía: "Intento de aborto espontáneo". La panza estaba allí, redonda y suave. Que significaba eso? Quise
llamar al médico, a alguien que supiera, las fuerzas no me alcanzaron, volví a la cama. El ginecólogo explicó que había
sido controlado. Y mientras lo ponía por escrito decía que debía estar alojada en un lugar soleado, que me era indispensable
como el aire, que la dieta debia ser fresca y balanceada... Y en este intento transcurrió el verano.
El pozo también
tenía una puerta. En realidad, más que verla, la adivinaba rematando la curva de la escalera. Pero, que más daba! si los
días de visita eran una fiesta que empezaba mucho antes de que llegaran! El vestido lavado con esmero esperaba planchándose
entre el elástico y el colchón de la cama, al menos desde la noche antes. La algarabía aumentaba con el correr de las
horas, que prestame el colgante, que tomá mis zapatos, que vení que te peino. Por fin terminé la poesía, la carta, el cuento.
Y en esos papeles, ya seguramente amarilleados por el tiempo, poníamos en letras las cosas que queríamos contarles a los que
estaban lejos. Y cuando abriendo la reja, la celadora anunciaba: -Fulana, visita, nuestros pies volaban hacia aquellas caras
sonrientes, a aquellas manos extendidas. De allí al abrazo, un solo paso para traspasar esas cuatro paredes y charlar
de todo un poco, intercalando: -Te traje naranjas. Contálas, son siete. Vos sabes que con el cuento de la requisa, siempre
se guardan algo de vuelto. Cualquier visita era la alegría de todas, ya le conocíarmos las caras y las historias. Con
ellas amenizábamos las tertulias, ilustrábamos las nostalgias. Pero cuando la hora mágica terminaba reteniendo el calor
de los besos, las últimas ininteligibles palabras, conteníamos las pujantes lágrimas. Y haciendo medio giro veíamos las caras
contra las rejas que con mirada ansiosa, solo esperaban nuestro regreso para acosarnos con preguntas. Con pudor contábamos
a esas hijas del desamor, la pobreza o el olvido, las pequeñas trivialidades de la vida mientras abríamos, sobre la mesa,
los paquetes y las contagiábamos con las risas. La alegría parecia no acabarse, y a la noche, agotadas por el esfuerzo,
dormíamos como envueltas en la seda del afecto.
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